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The Seeger Sessions: a flor de piel

por Miguel Martínez

La casualidad ayuda. Motivos laborales le llevaron a uno al festival South By Southwest de Austin y resultó que en su programa de actos estaba la primera listening party oficial del disco We Shall Overcome: The Seeger Sessions. Era 17 de marzo y tuvo lugar en la tienda Waterloo Records, que repetía primicia: también ahí, en el marco del South By Southwest de 2005, debutaron las listening parties de Devils & Dust.

No somos ni un centenar de personas las que hemos acudido al local para escuchar a Springsteen cantar en la encrucijada donde se encuentran los ríos del folk. Me esperaba más. Dice el dueño que hace un año aquello estaba hasta los topes. Hay gente que ha ido con sus hijos pequeños y los hay que caminan por la tienda bebiendo cervezas. Los unos y los otros aciertan: estamos a punto de disfrutar de música apta para todos los públicos (o así debería ser) y que incita a mojarse los labios, sobre todo porque (como vamos a comprobar) ha sido grabada en satisfactorio estado de casi embriaguez.

Primero se nos pasa el DVD en una pantalla de generosas dimensiones. Muestra el proceso de elaboración del disco, muy en plan cinema verité. Parece que no se hayan editado las imágenes, que aquello estuviese en crudo. Bruce silbándole a Soozy Tyrell como quiere que suene el violín, Bruce diciéndole a los músicos que beban, ¡qué beban!, Bruce tocando el acordeón (imaginario) al aire, Bruce alzando vasos pequeños y vasos grandes… ¡Bruce everywhere! El casi centenar de asistentes ríe y flipa: nuestro hombre, sí, parece un poco proetílico, o algo parecido, en más de un momento, y no sólo no lo disimula sino que lo enfatiza. ¡Y anima a su banda a que lo imite! Dice que quiere un sonido salvaje, en plan cervecero o borracho de whisky. ¿Estamos ante Shane McGowan de The Pogues? Vemos como lo lleva a la práctica. Primero escuchamos la grabación de John Henry, después Pay Me My Money Down. La primera parece folk-rock de antes del folk-rock, con mucha bravura; la segunda, cajun para bailar en la iglesia de unos braceros en paro. Sí, es un disco para bailar y/o llevar el ritmo con la suela del zapato, pisando fuerte el suelo, martilleándolo. Es efusivo, es un brindis. Springsteen está conectado, enchufado, a las canciones. Les pone nervio y el grupo tiene la cancha que necesita. Se graba con todos sentados en círculo, muy en directo. Todos menos la sección de viento, situada en lo que parece el pasillo. La escena del crimen es una habitación de madera llena de micrófonos y cables, nos recuerda lo leído y visto sobre The Basement Tapes. The Band y Bob Dylan circa 1967 nos sobrevuelan.

Bruce aparece también sentado con un sombrero en plan “mafioso en su finca”. Podría salir así en Los Soprano y daría el pego. Con esas pintas habla de la música folk y de su verdad. De que no necesita electricidad y puede ser tocada en cualquier lugar. A continuación lo vemos con la banda en el jardín, interpretando todos a pelo Buffalo Gals. De la teoría pasan a la práctica. Y de ese jardín al interior de la casa con O, Mary, Don’t You Weep, que nos remite al gospel campesino negro. Escenas de camaradería, de hermandad. Patti y su marido hombro a hombro, la cámara siguiéndola. Ella tiene protagonismo: en los créditos su nombre es el segundo en leerse, tras el de Bruce. Él sigue fiel a su camisa de cuadros azules. ¿Cuántos años hace que la tiene, más de diez?

Después del (fabuloso) DVD llega la hora de escuchar las canciones del CD. La selección empieza con Old Dan Tucker, con el acordeón y el banjo fogosos y Bruce estrujando su garganta. Jesse James no se queda atrás. Estamos ante la E Street Jug Band, viajamos en un circo con Kitty (recordad: Kitty’s Back) tarareando los dos volúmenes de Mermaid Avenue (recordad: esos en que Billy Bragg y Wilco recuperan a Woody Guthrie), seguimos la estela de una hipotética Asbury Thunder Review. Percibimos mucho aroma irlandés. De taberna irlandesa. De un tiempo al margen de los relojes. El disco no suena nostálgico ni fuera de época. Harán falta más escuchas, claro está, para llegarle al tuétano, pero tiene toda la pinta de que va a tocar la fibra de los seguidores abiertos a desafíos: al que no esté preparado para algo así le parecerá un disco feísimo, tal vez, tan feísimo como pueda parecerle escuchar los muy bellos y dolidos blues de Skip James o los vudús de Nueva Orleans del hechicero Dr. John. En Waterloo Records los padres acabaron bailando con sus hijos, y la versión de We Shall Overcome (muy parecida a la de 1998, tanto que dudé si era la misma) pintó caras de emoción. Con eso quiero decir: la música atravesó la piel. Que es de lo que se trata.

Pete Seeger: Alto y Claro

por Miguel Martínez
Cualquier maldito loco es capaz de hacer algo complejo, pero hace falta un genio para hacer algo simple. Son palabras de Pete Seeger, el único cantante folk y activista político que puede hacer sombra histórica a Woody Guthrie. Un detalle importante: Seeger sigue con nosotros y el 3 de mayo cumplirá 87 años. Pocas leyendas vivas quedan en el mundo musical de su talla. Hablemos de él ahora, no cuando muera. Este estadounidense, pionero de lo que se dio en llamar la canción protesta en los años 50 y 60, autor, coautor y adaptador de himnos tan populares como “Where Have All The Flowers Gone”, “If I Had A Hammer”, “We Shall Overcome” y “Turn, Turn, Turn”, inició su carrera en solitario en 1958 tras su paso por formaciones como The Almanac Singers (que fundó junto a Guthrie) y The Weavers. Desde ahí y hasta ahora la suya ha sido una trayectoria marcada por la implicación política (su militancia comunista le ha acarreado miles de problemas en su país y le ha hecho un habitual de “las listas negras” y las censuras). Siempre ha llevado en la solapa el compromiso social y la defensa de los valores eternos del folk (en ese saco, preso de la ira, fue capaz de meter su oposición a la electrificación guitarrera, eran otros tiempos: famosa es su explosión verbal contra Bob Dylan en el festival de Newport de 1965). Los seguidores de Springsteen pueden sorprenderse si contemplan imágenes de Seeger en la época 1967-68 y las comparan con el Bruce de la gira de “The Ghost Of Tom Joad”: son tal para cual, aunque como Seeger ha dicho, y no seremos mal pensados, el plagio es la base de todas las culturas. Otro dato: hacia el final de los 60 Pete adquirió notoriedad por una canción que alegóricamente comparaba al entonces presidente de Estados Unidos, Lyndon Johnson, y su apoyo a la guerra del Vietnam con un capitán loco cuyas órdenes casi matan a sus soldados en unas maniobras militares (finalmente, el que fallece es el capitán). La canción se titulaba “Waist Deep In The Big Muddy”, y cualquiera que haya escuchado con atención el disco “Lucky Town” sabe de qué habla. Con palabras sencillas, Seeger lleva décadas expresándose claro y a la contra. Hace falta valor y hace falta un genio.

Foto: Pete Seeger y Bruce en el concierto de homenaje a Woody Guthrie
del 29 de septiembre de 1996 en Cleveland, Ohio, editado en el disco Till We Outnumber Them.

A Montpellier con Point Blank. Woody, Elvis y el ritual


por Miguel Martínez

Ausentes incluso los ligeros contratiempos, los dos autocares fletados por Point Blank recorrieron la distancia que separa Barcelona de Montpellier sin novedad en el frente. Una vez en la ciudad francesa, los primeros brotes de histerismo empezaron a hacer acto de presencia -esos nervios para ver a Bruce entrar en el recinto…-, aunque sin ir más allá del pronóstico “menos grave”. Mientras Springsteen realizaba la prueba de sonido, un grupo reducido de expedicionarios conseguimos sacar la oreja por la sala (las medidas de seguridad eran escasas: hubo quien llegó a plantarse ante la abierta puerta del camerino) y pudimos comprobar que el de New Jersey se tomaba los preparativos con calma. Faltaban sólo un par de horas para el concierto.

En comparación con su anterior paso por Europa, este tramo final del “Solo Acoustic Tour” ha mostrado a Bruce más curtido y suelto con el repertorio, hasta el punto de romper el guión cuando el guión lo pedía (y no es una paradoja). Pero también -y ahí está el verdadero problema- ha dejado constancia de que para la gran mayoría de aficionados esta gira ya se ha convertido en otro “ritual de lo habitual” donde vuelve a importar más ver que escuchar –y si puede ser en primera fila mejor, claro está– y donde parece que muchos-as sólo están allí para hacer fotografías con flash y coger posiciones antes de la avalancha que sigue a “Across The Border”. Penoso. La excepcionalidad (el “boss” ahí, a dos palmos) se ha pervertido y la pasión ha podido a la emoción. Lástima, porque por culpa de ese fanatismo los bises de Montpellier (con intentos de invasión de escenario incluidos) se convirtieron en un trámite a medio gas donde un Springsteen con cara de circunstancias -quiere ser Woody Guthrie y su público sólo ve al Elvis de las lentejuelas- dejó caer su karaoke del 84 (“No Surrender”, “Bobby Jean”, “Working On The Highway”) para contentar y calmar la sed de populismo. Las semillas mal sembradas, aquellas concesiones al macroestadio, son las que ahora se recogen.

Pero esas nubes no han de tapar una actuación donde el hijo de Douglas y Adele andó sobrado de inspiración desde que la armónica de “The Ghost Of Tom Joad” –sinuosa e incisiva, más incluso que al inicio de la gira– dio la señal de salida. El desenfreno hillbilly de “Red Headed Woman”, la cortante quietud de “Point Blank”, la desnudez emocional de “Dry Lightning” o la descarnada trilogía fronteriza –“The Line”, “Balboa Park” y “Sinaloa Cowboys”– dejaron clara, por si aún alguien tenía dudas, la profunda intensidad que Bruce ha logrado tejer con su solitario proyecto de “folk singer” del realismo sucio. Y qué decir del incendiario látigo de “Born In The U.S.A.”, donde el “slide” arrastró al Ry Cooder de “Alamo Bay” hasta el Neil Young de los riffs rabiosos; de la frenética “Johnny 99”, con una introducción hiperrevolucionada digna de los buenos tiempos del dúo Woody Guthrie-Sonny Terry; o de una antológica versión de “For You” donde Springsteen se vació (seguramente porque la cantó para él, que es como su tensión más conmueve: recuérdense las dos actuaciones de 1990 en el Shrine Auditorium de L. A.).

Cuando se encendieron los focos llegó el momento de intercambiar impresiones sobre el concierto y con él la constatación de que los aficionados de Springsteen se han dividido en dos bloques que cada vez se encuentran más alejados. En uno, el mayoritario, los que vibran con la liturgia de las banderas, el puño en alto y los estribillos a coro, aquellos que ven sobre el escenario a una especie de dios y se sienten partícipes de una comunión que comparten con el resto del público. Son quienes añoran a la E Street Band y no entienden que en los bises de esta gira no haya sonado “Born To Run” o “Thunder Road”. Y en el otro bloque, minoritario, encontramos a aficionados que no miran hacia el pasado y aplauden que “Streets Of Philadelphia” se editase con caja de ritmos o que “Galveston Bay” rompa el alborozo de los bises para recordarnos que el núcleo central de esta gira se encuentra sentado en un taburete y pensando en la frontera mejicana, no en los viejos himnos. Son quienes no añoran a la E Street Band –eso no quiere decir que renieguen de ella– y apuestan por un Bruce que en sus próximos discos se vaya alejando a pasos agigantados del cliché de “mega star” que todavía le acompaña. También son quienes, más que un ídolo de masas, buscan a un escalofriante contador de historias. Por lo visto en Montpellier, parece que el cisma entre ambas facciones no sólo es inevitable, sino necesario. Y es que, guste o no guste, mientras unos buscan a Jon Bon Jovi o a una especie de “spice boy” que les sirva de héroe, los otros andan detrás de Townes Van Zandt (q.e.p.d.), Johnny Cash, Jayhawks o la saga Uncle Tupelo. Mensajes opuestos, lenguajes diferentes.

Springsteen en Madrid: 8 de mayo 1996

por José A. Díez Madrigal

Ante todo, The Ghost of Tom Joad me pareció, y me parece, un disco excesivamente serio y monótono, tan trascendental que llega a rozar la línea del aburrimiento, justo en ese punto donde mis oídos se rebelan al escuchar al salvador de Sting o a excesos de Pink Floyd. Aún he sido incapaz de resistir una audición entera del disco, lo he intentado, lo juro, incluso me lo grabé para escucharlo en el coche… hay temas que me gustan mucho, otros que me gustan y algunos que me aburrren, y en general esa puñetera manía de usar sintetizadores en plan colchón en las canciones me saca de mis casillas. Continuemos. Mi relación con Bruce ha recorrido diversos caminos, y en estos momentos no puedo esconder que la tensión existe entre nosotros, aunque nos respetamos, pero cada uno va un poco por su lado.

Bruce descubrió una buena tarde de los ochenta que yo era un cínico, que me cerraba en conceptos tradicionales y sagrados del rock, de canciones; que la música y el negocio no eran buenos aliados, excepto en la pasta, y que como muchas veces ocurre en la vida diaria hay que predicar con el ejemplo, y yo no puedo exigir lo que soy incapaz de hacer. Sigamos. Jamás he entendido los fanatismos radicales, nadie es mejor ni peor por oir a Bruce, ser del Barça o votar a Gallardón. Se puede defender lo defendible, lo que no, por muchas vendas que nos pongamos en los ojos, no cuela. Deseo que los que hayan llegado hasta este punto no se estén acordando ya de mi familia, porque demostraría una teoría que sobrevuela el entorno del fan: la intolerancia. Y eso es fascismo. Retomemos el hilo. Yo fui a Madrid por deportividad, sin entrada y dispuesto a pasar por el trance de la reventa en plan dieta pobre. Sin embargo Salvador, editor de tan insigne publicación, me facilitó una entrada sin pasar por el juego de la reventa. Tanto pides tanto pagas, otras vez gracias.

El público, en su mayoría jóvenes conocedores de Bruce probablemente después de Born in the U.S.A., fascinado y enloquecido por el mito. Cientos de chavales y chavalas que llenaban los asientos del Palacio de Congresos, haciendo creer que el escenario sería ocupado por alguno de los iconos de la nueva cultura pop en vez de por un veterano rocker, cercano a los 47 años, que podría ser padre de la generación Kronen que tenía por audiencia. ¿Dónde estaban los veinti y mucho añeros, los treintañeros y algún cuarentón que crecieron, amaron y vivieron con Born to Run, Darkness o The River? Ya lo dice la canción: «Bailaré sobre tu tumba». El ritual estaba preparado. Mi ánimo previo al concierto no era muy esperanzador, un disco aburrido como banda sonora, mucho folk y poco rock’n’roll no alentaba mi cerebro. El reclamo para el corazón era el lugar, teóricamente pequeño, aunque para alguien de pueblo como yo casi dos mil personas me siguen pareciendo mucha gente. ¿Podría recuperar San Bruce mi falta de fe? La respuesta estuvo en un concierto áspero, duro, tosco. Bruce desnudó su imagen más folkie, como si el escenario estuviese en pleno Greenwich Village. Volvió a demostrar que como «entretenedor» no hay nadie igual, conoce todos los resortes, las tablas son para él el reino donde se desenvuelve con soltura y la epístola volaba hacia sus fieles. Como en cualquier liturgia, un oficiante lleno de sabiduría (o al que se le presume cierta sabiduría) y unos devotos dispuestos a cualquier cosa por escuchar su palabra.

Podríamos, que se puede, crucificar al santo por las formas, por el fondo, por la parafernalia… pero no estamos para eso, aunque las dudas sobrevuelen por mi cabeza. Pero después de dos horas acercando el mito a los humanos y tras un concierto emotivo, intenso, creíble y sobre todo profesional, las dudas se desvanecen. The Ghost of Tom Joad seguirá siendo un disco aburrido, pero la simpleza de sus canciones e historias ganan con el directo. Bruce sigue siendo un gran cronista, con las dudas, inquietudes y temores que todos tenemos, y su concierto de Madrid, notable.

Apartando el brillante disfraz: Bruce en el Teatre Tivoli, Barcelona, 6 y 7 de mayo 1996

por Miguel Martínez

El mismo esqueleto, con leve cambio de tejidos. Los dos días de Bruce en el Tívoli mostraron la esencia poco alterable de una gira donde el de New Jersey ha retomado las riendas de una carrera a la deriva: Lúcidos golpes de timón en el estudio casero, como Tunnel of Love o Lucky Town, mantenían a flote a un escritor de canciones que desde 1984 andaba desbordado por el éxito de un personaje que ocupaba su lugar. Los síntomas nos dicen que ha saldado cuentas con aquel disfraz. Y lo ha hecho desde la aridez, que para Springsteen parece ser uno de los sinónimos de la autenticidad. La apuesta deliberada por el sonido seco y austero de Darkness on the Edge of Town, aquella maqueta que publicó en el 82 o su encuentro con el fantasma de Tom Joad en 1995 han sido sus tres formas de tocar conciencias desde el terreno estéril al fuego de artificio. Su gira en solitario refuerza esa voluntad. Más cáustico que en cualquiera de sus formatos sonoros, estos conciertos le devuelven a uno de los dos lugares que gusta ocupar: un heredero del hillbilly y de Guthrie, un cantautor llevado al folk por una voz que busca dúos con Hank Williams, Johnny Cash y sus guitarras de palo, que escucha a los lejos a Jimmy Rodgers entonar «Brakeman’s Blues» y al Zimmerman de Duluth removiendo entre el polvo para sacar a la luz a «Stack a Lee» en pleno 1993. El otro territorio al que Bruce pertenece le lleva hacia Chuck Berry y Elvis Presley estirando el rhythm and blues, a Dylan electrificando guitarras, a las Fender saturadas y a Duane Eddy, al soul y el rockabilly conocido y por conocer, crudos mejor que cocidos. Ha bebido de muchas fuentes, sin atragantarse. De ahí ha sacado dos enfoques, que divergen. Dr. Jekill y Mr. Hyde. Ese hombre de dos caras se presenta ahora sólo con una.

Lo que el 6 de mayo fue «Adam Raised a Cain» pasó a convertirse en «Atlantic City» el 7. Y así con el trío siguiente: «Nebraska» en «Mansion on the Hill»; «If I Should Fall Behind» en «Pilgrim in the Temple of Love» (una hilarante canción donde Santa Claus y la felación comparten protagonismo); y «Youngstown» en «Point Blank». Va a gustos, pero no creo que el orden de estos factores altere el producto. Los dos inicios fueron coincidentes: griterío ensordecedor en el recibimiento de la audiencia y actitud de contraste en el escenario, marcando las distancias, donde inalterable empezaba a hablar el fantasma de Bruce Springsteen por boca del de Tom Joad. La repesca de clásicos subía el mercurio del aficionado musical con capas de profundidad, el que siente asco cuando ve a su lado, o en la distancia, a esos engendros envueltos en la bandera de las barras y las estrellas, con cintas en el pelo y demás parafernalia al uso, a esa horda fundamentalista de público malogrado y superficial: «Darkness» rasgada con fiereza; «Johnny 99» con el tono alterado, riéndose con desespero de su desgracia; «Born in the U.S.A.» convertida en lamento blues, escorada hacia el Ry Cooder de «Alamo Bay». Las tres sirvieron para despistar a los arribistas y convencer a los agnósticos sin prejuicios. Las actuaciones se alteraron por arriba y por debajo antes de llegar a su núcleo central. «Red Headed Woman» se encargó de calentar los motores, en otra nueva muestra de esas raíces del country descubiertas a finales de los 70, y de helarlos se ocuparon «Youngstown» y «Point Blank», una cada día. Urdida ya la trama, con calculadas subidas y bajadas de tensión, todo estaba listo para el paquete definitivo del lote, ese que va desde «Dry Lightning» hasta «Across the Border» y que entre medio deshoja la letanía misericorde de «Sinaloa Cowboys», «The Line» y «Balboa Park». La media hora que dura la disección de esos cinco temas encierra el porqué de esta gira y del disco que la ha precedido.

Después, llegó la invasión de pasillos, los bises. Alguna aspirante a «groupie» aprovechó para buscar su ración de quince segundos de fama, pero, por suerte, no hubo que lamentar más desgracias personales. «This Hard Land» tiró del lote final, con la audiencia alborotada, partícipe de esa comunión -esperanza desde el pesimismo- que se invoca entre líneas en el outtake recuperado en Greatest Hits. Y al rebufo de ese éxtasis llegaron «No Surrender» y «Bobby Jean», donde el populismo arrebatador conectó con la nostalgia del viejo equipaje, dos revisitaciones traicioneras que incitaban al éxtasis colectivo, a compartir estribillos. Y cuando parecía que el caballo se desbocaba, el jinete apretó las riendas. «Galveston Bay» ralentizó las emociones, metiéndolas por el estrecho camino, esa cuerda floja que pisa Tom Joad, la misma que se tensó en «The Promised Land», el tema del 78 que cerró el concierto. La guitarra era entonces una caja que golpear, los versos se arrastraban, con silencios, les costaba respirar. Fue un lento caer del telón. Una plegaria que cerraba, en tonos oscuros, la película que durante dos horas había pasado ante los allí presentes, el libro que nos había mostrado una veintena de retratos sobre la vida en blanco y negro. Si es verdad la cita bíblica que nos dice «los últimos serán los primeros», bien ha estado que la gira acústica pasase por España en el final de su trayecto. Pequeños detalles -ya se sabe que son las pequeñas cosas las que cuentan- demostraron que las canciones se han ido rebozando de matices: los acordes intermedios de «Darkness»; la introducción con «slide» de «Born in the U.S.A.» cercana a Ry Cooder; la nueva entonación de «Johnny 99»; los cambiantes solos de armónica de «The Ghost of Tom Joad»; el punteo de «Across the Border»; la aparición de sorpresas («If I Should Fall Behind», «Point Blank»); la inclusión en los bises de «Bobby Jean»; o la reforma de «The Promised Land». Todo esto se palpó en el teatro barcelonés. Y eso que no cayeron las guindas del «tour»: «Reason to Believe» y «Murder Incorporated», cénit de sus revisitaciones.

Digeridos los conciertos del Tívoli, el que esto escribe opina que lo allí ofrecido tuvo una enorme trascendencia artística. Sobrecogedora en grado sumo, convincente en igual medida. ¿Destacar unas emociones por encima de otras? «Johnny 99» o «Red Headed Woman» pulsaron la fibra con unas convulsiones de country ancestral arrebatadoras; «Dry Lightning» y «Across the Border» emocionaron desde el sabor fronterizo, la segunda con ese aullido final que convierte la canción en plegaria; «Point Blank», desde el susurro, en una versión donde cada palabra era un lamento, o «Spare Parts», que buscaba el mismo fin pero sin contener la rabia; ¿Mejor solo que acompañado? Tampoco es eso. El de New Jersey arropado por una banda es una propuesta más que excitante. Siempre que lo haga en un recinto accesible por sus dimensiones: no más macroconciertos. Pero ahora es el momento de caminar sólo con Tom Joad. Como también es verdad que una gira de similares características se podría haber realizado antes. Por ejemplo, tras Tunnel of Love, un disco que incitaba a la banda de pequeño formato dando fuelle al cantante, en distancias cortas. Veremos cuáles son los próximos pasos: pero después de este intento de reinventarse a la baja, de retomar unas raíces y echar un pulso a un entorno musical donde abunda el egocentrismo hueco, sería triste que la nueva vuelta de tuerca se apoyase en un voluntario, o consentido, retorno al megaestrellato. A ver si no es así y poco a poco quedan eliminados, consumidos en su propia estupidez, los fantasmas que tanto irritan a Tom Joad: esos «Capitán Améri
ca» que se disfrazan con banderas que hacen de capas y con «merchandising» abundante. ¿Son ellos lo que vemos o sólo un brillante disfraz?, ¿los restos de aquel brillante disfraz?