por Héctor G. Barnés
Contaba Miguel Martínez en la presentación madrileña de su libro La mitad de lo que quisimos ser (66rpm) que en España la práctica del periodismo musical es una utopía porque el significado que puede encerrar una canción como «Cocain» de John Martyn no le interesa a más de cien personas. A Bruce Springsteen se le reprocharán muchas cosas, pero hay que reconocerle el mérito de haber conseguido que esa música que en condiciones normales no interesaría a más de cien personas termine apelando a millones en todo el mundo, entre los que se cuentan unos cientos de miles de españoles. Al propio Springsteen le gusta recordar una cita de Martin Scorsese que dice que “el trabajo del artista es conseguir que el público se preocupe por tus obsesiones”. Unas obsesiones que, como cualquiera que se haya detenido en las letras de «Racing in the Street», «Two Faces» o «Reno», no son precisamente digeribles por cualquier estómago, por más que aparezcan maquilladas bajo la figura del pureta bonachón que ahora define a Springsteen.
Ahí está su gran gloria, haber mantenido su fe en la visión redentora y sentimental de la música a viento y marea en tiempos de cinismo y haber salido ganador del envite. Pero también su penitencia, pues las exigencias del éxito masivo le han pesado a menudo como una losa, arrastrándolo a lo populachero y a lo fácil con más frecuencia de lo deseado. Sin embargo, con esta gira de Wrecking Ball que ya se interna en su segundo año, ha conseguido superar esa dicotomía entre la superestrella masiva que se ve obligada a hacer continuamente concesiones y el artista que pugna por asomar la cabeza entre interpretación e interpretación de «Waitin’ on a Sunny Day». Springsteen, tres lustros después de reunir a la E Street Band, por fin ha conseguido conciliar todas las caras de su amplio cancionero en un discurso coherente, poliédrico e imprevisible. En definitiva, la apoteosis springsteeniana en tres horas y media, como bien demostró, una vez más, en Gijón.
Resulta sintomático que en el repertorio figurasen cuatro canciones sacadas de The River («Out in the Street», «The River», «You Can Look (But You Better Not Touch)» y «Drive All Night») pues el diseño y discurso de los conciertos de este año recuerdan al de aquel álbum doble. En resumidas cuentas: los tiempos son malos, la vida es jodida, pero quizá una buena canción de rock’n’roll nos permita sobrevivir hasta mañana. En ese sentido, el Wrecking Ball tour es un The River desbordado por los temas de los últimos 30 años. Si aquel disco tenía la ambiciosa pretensión de sintetizar toda la vida con sus altos y sus bajos, sus momentos de felicidad y de tristeza, de furia y de resignación, de ser el álbum perfecto para un sábado por la noche y un domingo por la mañana, esa gira hace lo mismo, sólo que escenificado delante de decenas de miles de personas. Se puede discutir que las canciones de Wrecking Ball quizá haya desaparecido con demasiada rapidez de los repertorios, pero, simplemente, han pasado a ser una pieza más del mecanismo que configura los conciertos. Un mecanismo que, frente a lo que nos acostumbró la rigidez de las giras de reunión (1999-2000) o la de The Rising (2002-2003), amenaza con desencajarse en cualquier momento, a lomos de la explosiva y deseada «Ain’t Good Enough For You» seguida por una inesperada versión de «Travelin’ Band» de Creedence Clearwater Revival. Pero que, al contrario de lo que ocurrió durante el 2009, nunca lo hace. Hay espacio para el desfase, sí, pero no para el azar. Equilibrio perfecto.
La noche de Gijón derribó otro de los mitos que rodean los conciertos de Springsteen en España: que, amantes de la diversión como somos, siempre nos caen los conciertos más facilones de la gira. Cierto es que la sexta marcha estaba metida desde el arranque, con una trepidante «My Love Will Not Let You Down» (poco habitual en todo el mundo, menos aquí), un «Out in the Street» que ha recuperado el brillo que perdió durante los últimos años y un «Better Days» maravillosamente barnizado por una capa de góspel. Días felices: Springsteen dedicó la canción a su hijo y dejó claro que era una noche para disfrutar. No escuchamos (ni para bien ni para mal) ningún disco al completo, y a ratos se suspiraba por un poco más de un Darkness on the Edge of Town apenas representado por «Badlands», pero hubo un poco para todos los gustos. El que quisiera fiesta, la tuvo con una hilarante y absurda (quizá demasiado) «Darlington County», un «You Can Look (But You Better Not Touch)» que pilló a Steven Van Zandt a contrapié y un «Light of Day» donde, esta vez sí, Steve sacó brillo a la Stratocaster. Al fin y al cabo, era su petición para terminar el set. Y el que quisiera mensaje, lo tuvo en una acertada transición entre «Jack of All Trades», «The River» y «Atlantic City» que enfrió el ambiente pero nos recordó por qué Springsteen es Springsteen y no es Tom Petty. Y, saldando deudas pendientes, sonó uno de los Santos Griales perseguidos por los fans: un «Drive All Night» resucitado y en el que, cosas de la edad, el minimalista desgarro vocal de su versión original ha perdido importancia frente a la bella sinfonía pintada por la banda. Hace décadas, Springsteen reconocía que no la interpretaba porque era una canción difícil de entender en grandes recintos. Hoy, o ha ganado en atrevimiento o en confianza; es decir, o es que se atreve con todo, o es que directamente le da igual.
Cierto es que para el fan de largo recorrido, el concierto pudo resultar un tanto irregular –sí, como la vida misma–, especialmente en el tramo previo a la explosión de «Rosalita (Come Out Tonight)», un bombón que durante esta gira ha sido jugado como imprevisible y refrescante comodín. Pero, a diferencia de lo que ocurrió en la época de Magic y Working on a Dream, vuelve a haber ganas de escuchar temas que han sido tocados hasta el abuso como «Spirit in the Night», «Darlington County» o «The Rising», gracias a ese update de la E Street Band impulsado por la sección de vientos, las percusiones y las voces de acompañamiento. Cierto es que Springsteen, hábil que es, ha sabido encontrar en esta expansión de la banda la red de seguridad que la vieja E Street Band necesitaba (y ha aprendido a espaciar los conciertos para no sufrir esos problemas de voz que causaron estragos en 2009), pero la versatilidad de esta banda es un regalo para los oídos, aunque ello le haya conducido a perder parte de su personalidad. Steven Van Zandt desconecta a ratos, Nils Lofgren es cada vez más un secundario de lujo, Jack Clemons no tiene la misma importancia escénica que el Clarence de los buenos tiempos y Patti Scialfa ni está ni se la espera. Pero pese a ello, la E Street Band ha salido ganando con el cambio, ya que sobre todo, ha ganado color, sabor y textura.
No estaba muy fino Springsteen con los bises últimamente, pero como ocurriese con Madrid el año pasado –una noche bastante semejante a esta de Gijón–, el león de los escenarios volvió a arrasar durante esa última hora que a veces amenaza con devolvernos a casa con mal sabor de boca, salvo quizá por un «Radio Nowhere» que cada día suena peor. «Born in the USA» ha vuelto para quedarse en una versión más expresionista que nunca; «Born to Run» suena como ha sonado desde 1975 y «Seven Nights to Rock» de Moon Mullican retornó por la puerta grande. «Dancing in the Dark» es puro gimmick, pero sigue funcionando, y la inamovible «Tenth Avenue Freeze-out» aún es el mejor homenaje a Clarence. Además, conscientes de que el final con «Twist & Shout» ha sido tan repetido a lo largo de estos últimos años que resulta completamente previsible, le ha crecido en su parte final un simpático y vigoroso «Shout» (Isley Brothers). Lo importante, parece pensar Springsteen, es ir un paso por delante de las expectativas del público. Y en ese sentido apenas ha fallado durante los últimos dos años.
Una vez terminaron los fuegos artificiales, tocaba volver al comienzo del viaje. Una escalofriante «Thunder Road» puso la guinda a la noche, y nos recordó que nunca es tarde para volver a emprender el viaje hacia nuestros (ejem, perdonen) sueños. Que cada día, la puerta del porche vuelve a abrirse una vez más. Un mensaje naïf en estos tiempos, quizá, pero que ha encontrado una respuesta afirmativa en varias generaciones de aficionados. ¿Por qué seguimos volviendo a ver a Springsteen en directo una y otra vez? Porque sigue siendo el único capaz de contarnos que nuestras vidas son mejores de lo que pensamos, sin mentirnos, sin condescendencia y sin pizca de ironía. En su voz, nuestras miserias siempre suenan mejor.