por Jesús Jerónimo www.cielovacio.com
Foto: René van Diemen
Bruce Springsteen siempre camina entre la sencillez y el exceso. Ya lo he comentado en varias ocasiones, funambulista que a veces pone un pie en el arte y a veces cae en lo exageradamente comercial, llevado de los deseos de un público dividido entre seguidores veteranos de su música (los menos) que le piden intensidad, rabia y magia y otros más recientes (los más) que prefieren espectáculo, pasión desbordada (por más que no sea una impostura en demasiadas ocasiones), cánticos comunitarios y despliegue físico.
Esa, ni más ni menos, es la gran desgracia que acosa al músico americano desde hace al menos 25 años: complacer al sector más musical de su audiencia o a los otros muchos miles de personas que también pagan entrada y que poco conocen mas allá de los hits 80’s del «Jefe». El resultado final es un sofrito extraño, donde canciones tan rotundas y emocionantes como «Incident on 57th Street», «Spirit in The Night», «Sandy» o «Backstreets» se desnaturalizan en enormes y cavernosos recintos (consiguiendo en cualquier caso emocionar -pura magia dadas las circunstancias-), conviven con temas muchísimo más flojos («Dancing In The Dark», «Lonesome Day», «I’m Going Down», celebradísima ésta última) que permiten al público mas heterodoxo salir con la sensación de haber visto algo mítico.
Recuerdo mi sentimiento de desolación cuando en medio de una espeluznante «Incident» en Donosti me di cuenta de que ni siquiera un 5% de la gente sabía que es lo que estaba sonando. En España se presume de fanatismo brucero: sí, podemos presumir de ser los que más cantan, los que más saltan, los que más gritan, los que más adoran… y, sin embargo, también de ser los que menos escuchan. Todo tiene que ser pasión y fiesta. Añade al coctel unos estadios ENORMES, desoladores y te encuentras con una gira extraña, donde emocionarse es casi imposible pues no hay cercanía ninguna, solo pantallas, saltos y gestos para la galería.
Y es triste: la banda, en general, se encuentra en un estado de forma excelente, excluyendo a un Clarence Clemons en quien el tiempo ha hecho demasiada mella. Todos los demás suenan como nunca, buen tempo en la mayoría de los temas, cierta espontaneidad y mucha contundencia en los momentos mas rabiosos (desafortunadamente, apenas vistos en esta gira, benditos «Prove It All Night», «Youngstown», «Backstreets»). Sin embargo, gran parte de los shows se gasta en esfuerzos inanes de complacer a la masa: cansinos temas de «Tunnel Of Love» (¿por qué no recuperar los mejores temas de ese álbum y no los más comerciales?) pensados para las miraditas arrobadas con una Patti Scialfa recién regresada al circo para la gira española, mezclados con exitazos 80’s que poco han aportado al repertorio de la banda salvo ceros en la cuenta corriente.
Se rumorea que esta podría ser la última gira con la mítica banda: lo dudo. Habrá que sustituir a Clarence (quien de todas maneras hace ya muchos años que tiene un papel más sentimental que real en la banda) y poco más . Los demás están como nunca. Y el nombre de E Street Band siempre podrá meter en los bolsillos del americano unos cuantos más de esos dólares que tanto le gustan, que duda cabe.
El público, sin embargo, goza de estos conciertos. Bruce sigue exhibiendo una forma física envidiable para alguien cercano a los 60 años y lo cierto es que hay muchos buenos momentos. Como dijo Monsieur Rotten a la salida del show de Madrid: «te tienes que rendir, no hay remedio»…y así es. Por más que salgas pensando que aquello podría haber sido realmente mágico y que se ha quedado en sólo algunas partes muy buenas. Por una vez, Springsteen ha trasladado su show a estadios pensando en los recintos masivos y por fin hay unas buenas pantallas donde poder seguir el show decentemente.
Así mismo, quizá en un vano intento de transformar en una experiencia íntima aquello que no puede serlo por las dimensiones del acontecimiento, Bruce exagera sus estudiados gestos de complicidad con el público: se acerca, canta entre la gente de las primeras filas, se deja besar, estrechar la mano, acariciar por un público embelesado que idolatra al ídolo antes que al músico, que se pega (literalmente) por estar en la primera fila, que ofrece al dios a sus hijos (lamentables las imágenes de niños menores de 10 años arrastrados a las primeras filas por unos padres irresponsables deseosos de que el dios les dedique un gesto, un saludo o quizá una canción).
Sintomático de todo esto es la recogida de peticiones entre los carteles del público, muchas veces se interpreta un tema que ya estaba en el set list de todas maneras, pero poco importa. La pasión es así, no piensa, sólo actúa.
Y así se nos va una gira más, siempre podría haber sido la última. Con un sabor agridulce, porque hemos visto algunas cosas muy buenas, pero también algunas muy mediocres. Los conciertos de Bruce ya han dejado de ser conciertos: todos esperamos actos supremos, trascendentales donde la diversión y la emoción se fundan en uno. Cosas que suceden casi todos los días en las salas de conciertos de cualquier ciudad, cosas que jamás suceden delante de 80.000 personas que apenas pueden ver ni escuchar.
Queremos a un Bruce de perfil bajo y tenemos al Bruce mas popular y populista de la historia, concentrando sus poderes en agradar y no en emocionar. Es lo que hay: recuerdo la interpretación de «Waiting On A Sunny Day» de Barcelona como el momento más bajo de cuantos he visto en directo a esta banda, tan cercanos a la autoparodia que uno podía sentir directamente pena o vergüenza ajena. Y también recuerdo, en ese mismo día, una intensisima «Backstreets», que me llevó a las lágrimas, Bruce con los ojos cerrados gritando airado eso de «I hated you when you went away» y resumiendo parte de nuestras vidas con dos simples frases y gestos.
Y con esa imagen nos tenemos que quedar. A fuerza de vivir su estatus mítico, la estrella empieza a perder parte de su brillo. Entretenimiento y arte, dos fuerzas muchas veces enfrentadas, imposibles de mezclar. Riesgo y complaciencia, contudencia y diversión.
Nunca tanto supo a tan poco.