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Bruce Springsteen y la E Street Band en el Apollo: todavía conmueven

Desde Nueva York, la crónica del concierto debut de la gira Wrecking Ball. Julio Valdeón analiza el concierto de Bruce Springsteen en el teatro Apollo de Harlem.

Las fotos del concierto son de Amy Kaplan.


JUSTO CUANDO PENSABA…

por Julio Valdeón Blanco

Una de las cosas que aprendes al envejecer es que rock and roll no se diferencia tanto de la vida. De su triste suma cero. Allí y aquí restamos pelo, reflejos, lustre, sumamos agravios y nostalgia, mientras enfilamos la senda del apagón. ¿Creías que Bruce Springsteen era distinto? Pues no. Él también pierde facultades. Asunto distinto es que al muy cabrón se le note. Entre tantos que parecen vivos y sin embargo ya son socios del tanatorio, entre colegas con bótox, estrellas que echaron el cierre, sofistas, vendedores de humo, él sigue firme. A estas alturas podría ejercer como una vaca o toro sagrado. Abarrotar estadios y recibir el beso húmedo de políticos, banqueros y críticos meapilas. Reciclar recuerdos con actitud de caballero hastiado, rentista achacoso o divo que hace como que sonríe y en realidad sólo piensa en la compra del próximo yate. En vez de ello, se ha obligado a mantener el cetro del directo, el armiño que heredó de James Brown. Sin concesiones, cree en su nuevo material con la bendita ingenuidad de un debutante o la fe de un profeta en el desierto. Puede cabrearte en el Camp Nou o el Bernabeu, culpable de demagogia y palomitas, pero cuando el duende se le despierta con ganas de escandalera su actitud es la contraria al funcionariado rock.

Ayuda la magnífica E Street Band, la formación que cuatro décadas después de debutar todavía toca con obstinada pasión. Que le pone a la música una lanzadera espacial para que abrace estrellas. Sin que su evidente virtuosismo ensucie la mezcla. Añadan unos vientos entre Stax y el 77, la gira Tunnel y la Sessions Band, e imaginarán, si todavía no lo han escuchado, lo que el viernes se vivió en Harlem, centro del universo. En el teatro Apollo, cuya leyenda no disminuye, memoria de las Ronettes o Little Richard, lo que Bruce y cia. cocinaron fue una maravilla. Sonaba como si en vez de un ensayo asistiéramos a un bolo de mitad de la gira. Si Wrecking Ball presenta a mi juicio problemas, su estreno fue arrebatador. Ya saben, que «conmueve poderosamente excitando alguna pasión o afecto».

Factores que explican el triunfo. Cité los vientos, gloriosamente empastados, con ametralladoras Thompson en lugar de trompetas o saxofones. O el orden de las canciones, «Badlands» lejos de los bises, como corresponde. Qué me dicen del brío con el que atacó «We take of our own», o «The E Street Shuffle» y «Mansion on the hill». Las versiones, «The way you do the things you do», de Smokey Robinson o «634-5789″, de Wilson Pickett. Una «My city of ruins» como a punto de rompernos por dentro, incluido un sencillo y sincero homenaje a Danny Federici y Clarence Clemons. La resplandeciente conjunción del grupo con su veta soulera, la certidumbre de que sus mejores canciones renacen cuando canta y no recita («Thunder road»), o la aparición de temas que, bueno, preferiría no escuchar a menudo, «Waitin’ on a Sunny Day» o «The Rising», pero que encontraron un brillo extra. Incluso «Rocky Ground», a la que en el estudio ha añadido unos coros acaramelados, encontró sus exactas coordenadas. «Land of hope and dreams»: el asombro de contemplar la reinvención, a mejor, más fibrosa y sedienta, de una canción insuperable.

La radio creaba una ilusión poltergeist, tipo haber sintonizado por casualidad la emisión del Roxy 78 mientras se transmitía. Cierto que la intensidad bajó un poco a partir de «Waiting», más que por las canciones elegidas (a ese último segmento pertenece una tremenda «Tenth Avenue Freeze-Out», una delicada «We are alive» o una embriagadora «Land of hope and dreams», etc.), por la sensación de que faltaban piezas, de que el setlist entraba en terrenos todavía mal calibrados. Aparte, fueron veinte canciones. Faltan, si nos atenemos a la extensión de los primeros shows de la giras de The rising y Magic, al menos otras tres, quizá cuatro o cinco si las tres bestiales versiones de clásicos soul desaparecen o, al menos, se comprimen en una.

Esto dejaría hueco a, sí, «Born to run», «Dancing in the Dark» y «American land», y acaso también a unas gotas de The Promise. ¿Qué tal «Talk to me» o «Save my Love» o «Ain’t Good Enough for You»? Si el tour, por otra parte, arranca con el número de temas que metía en los primeros compases de la gira de Working on a dream, hablaríamos de que hay hueco hasta alcanzar los veintiocho. ¿»The Promise» o «Breakaway» si quiere reforzar los tonos oscuros? ¿Recreaciones acústicas o eléctricas de «The Ghost of Tom Joad» o «Youngstown»? ¿»Nebraska» o «Dry lighting»? ¿»Long Walk Home»? ¿»Further on (up the road)»? ¿»Mary Don’t you Weep»?

Si sortea la tentación de las obviedades («No surrender», «Lonesome day», etc.), la gira será matadora. Y si crees que puedes colocar a Springsteen en el cercado de oro, donde rumian Clapton, Sting, Roger Waters o Paul McCartney, revisa tus prejuicios o escucha este concierto. Cuida que tu displicencia no te impida paladear una sopa picante y sabrosa, memorable.

En fin, lo de siempre. Me enfado con el disco, dudo, digo hasta aquí hemos llegado, y luego llega el directo y recupero la fe, el encendido reencuentro con un descomunal poemario rock. No me descubro por agradecido recuerdo a los días de vino y rosas, porque ya no son lo que eran pero el pasado, ah, el pasado, por devoción al pasado sigo creyendo, etc., sino porque el telón, visto lo visto, ojalá tarde en caer. En 2012, Bruce Springsteen y la E Street Band todavía conmueven, emocionan, convencen. Un fenómeno que desafía las leyes del mercado y casi las de la biología. «Justo cuando pensaba que estaba fuera, me obligaron a volver». Pues eso.

 

Más: Lee la crítica de Wrecking Ball por Julio Valdeón, en Efeme.