Acordeón de Sandy, Fantasma de la Calle E
por Julio Valdeón Blanco
Tecleo mi adiós a Danny Federici con el adjetivo bailando en el lacrimal. No lo conocí, ni tuve la suerte de entrevistarlo, pero su música me enseñó a ponerme los pantalones. Desde que con 12 años alguien me regaló The River, el órgano y el acordeón de Federici me hicieron viajar diez mil kilómetros, me acompañaron al depósito de cadáveres y al paraíso, fueron mi diario de la mañana, mi universidad de la hermosura, rock´n’roll en vena, emoción garantizada. Había acompañado a Springsteen 40 años, desde los tiempos en que ambos malvivían como gatos sarnosos, durmiendo al relente en fábricas sin techo, acosados por la policía y los vecinos, hasta que la E Street Band, mediados los ochenta, se transformó en una «maquina de hacer dinero», y más allá, hasta su actual perfil de servicio público, antorcha de canciones que recorre el mundo a lomos de un Cadillac (rosa).
En las duras y en las peores, cuando arreciaban las hostias y también cuando el grupo estuvo a punto de desaparecer, Federici permaneció fiel. Como un personaje de Peckinpah, cabalgó hasta el final e incluso perdonó a su amigo/jefe durante el intervalo en que la E Street Band dejó de existir.