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Acordeón de Sandy, Fantasma de la Calle E


por Julio Valdeón Blanco

Tecleo mi adiós a Danny Federici con el adjetivo bailando en el lacrimal. No lo conocí, ni tuve la suerte de entrevistarlo, pero su música me enseñó a ponerme los pantalones. Desde que con 12 años alguien me regaló The River, el órgano y el acordeón de Federici me hicieron viajar diez mil kilómetros, me acompañaron al depósito de cadáveres y al paraíso, fueron mi diario de la mañana, mi universidad de la hermosura, rock’n’roll en vena, emoción garantizada. Había acompañado a Springsteen 40 años, desde los tiempos en que ambos malvivían como gatos sarnosos, durmiendo al relente en fábricas sin techo, acosados por la policía y los vecinos, hasta que la E Street Band, mediados los ochenta, se transformó en una «maquina de hacer dinero», y más allá, hasta su actual perfil de servicio público, antorcha de canciones que recorre el mundo a lomos de un Cadillac (rosa).

En las duras y en las peores, cuando arreciaban las hostias y también cuando el grupo estuvo a punto de desaparecer, Federici permaneció fiel. Como un personaje de Peckinpah, cabalgó hasta el final e incluso perdonó a su amigo/jefe durante el intervalo en que la E Street Band dejó de existir. Aunque le llevó tiempo, concedió que la fama crea paranoias, que mantener unida la pandilla adolescente equivalía a no madurar, parapetados en un mundo acorazado ante la realidad, y que Springsteen, al cabo, necesitaba tocar otras guitarras y escapar del hogar fraterno (todo grupo, juvenil o no, adquiere al final tintes posesivos). Al fin, luego de aventuras diversas, Springsteen llamó a los chicos. En 1995 cortaron algunas rodajas soberbias (esa gloriosa Back in your arms) y en 1999 pulieron la que quizá sea mi canción favorita de estos últimos años, Land of hope and dreams. Como en los versos de ésta última, en el tren de la E Street Band entrábamos todos, los mendigos y los poetas, los condenados a muerte, los padres de familia que los vieron, mucho más jóvenes, en la Barcelona de 1981, y los niños que comienzan a descubrir la majestad redentora del rock, los locos, los tullidos y los solitarios, el espíritu de Woody Guthrie y el de Curtis Mayfield, amamantado en sus amplificadores a tres generaciones de enamorados de Sandy.

Aunque los obituarios en primera persona huelen a narcisismo, me resulta intragable escribir sobre Danny en plan agencia, objetivo, acumulando datos que en cualquier caso están en las enciclopedias. Lo vi en Boston, durante su último concierto completo. En su acordeón 4th of July, Asbury Park (Sandy) olía a verano y sal, a barbacoa junto a la playa, casino abandonado, rímel y purpurina. Kitty´s back nos clavó al asiento; This hard land fue un tiro a bocajarro, con Danny sustituyendo las partes de armónica con el fuelle de su instrumento. Nils Lofgren se pasó la velada a su lado, y al terminar Springsteen lo obligó a saludar desde el centro del escenario. Detestaba el haz de los focos, pero aceptó la invitación porque nadie en aquel pabellón hubiera admitido un no por respuesta.

Desaparecido Elvis, con los leones del soul (Solomon Burke, etc.) atravesando un periodo sombrío y Dylan en su típico hiato ciclotímico, en tiempos de aristocracia rock y petardazos instrumentales, Springsteen y la E Street Band, por violentos, sinceros, acumulativos, actuales, herederos del pasado y creadores de futuro, salvan al rock del bostezo. Antes de que el punk le diera una patada al tinglado de los supergrupos, Federici, Clemons y el resto de la banda anunciaron tiempos de guerra, enfrentados al moho esclerótico que devoraba la escena. En su recamara traían a las Ronettes, los Animals, Van Morrison y James Brown, Brian Wilson y Roy Orbison. Conocían la historia y sabían como inyectarle vida. Nuestro hombre, que según cuenta Robert Santelli conoció desde siempre su destino, hizo de la profesión una cruzada. Había nacido un 23 de enero en Nueva Jersey, hace cincuenta y ocho años. En My city of ruins, Hungry heart, Fire, The fever, Prove it all night y otras mil canciones su sello dulcísimo acuna desde una realidad paralela, más real que la nuestra, cobijada bajo un cielo nocturno dopado de cometas. Músico natural, acumulaba en sus párpados caídos la historia del rock. Uno, que ama los discos sucios, rotos, donde escuchas la tormenta, prefería mil veces aquellos en los que su glockenspiel, órgano Hammond y acordeón mandaban sobre el sintetizador, ese invento de los ochenta que arruinó tantos temas por exceso de glucosa.

Ahora mismo, mientras apuro el cigarrillo que me llevará en compañía del gusano, suena Racing in the street, y los dedos de Roy y Danny bombardean mi pecho con su trenzado mágico, prolongando los versos sobre la chica que odiaba haber nacido y el mar que lava los pecados hasta el grito, donde ninguna pluma, ningún discurso, supera la capacidad lírica, evocadora y rota de ese sonido que va y viene del fondo del abismo con un fardo de fuego y lágrimas, y maldigo la muerte, y le doy al play de nuevo, buscó en los estantes los viejos piratas, las noches en el Winterland y el Roxy, agito la cabeza y me dispongo a partir, por enésima vez, con los viejos truhanes de la calle E, en busca de la tierra prometida, en compañía de Mary, en un viejo Chevy de segunda mano donde el viento despeina el corazón del viajero.
Te sea la tierra leve, maestro.

Julio Valdeón es periodista y corresponsal del diario El Mundo en Nueva York