“El viajar es un placer que no suele suceder”. La inmortal rima de los celebrados poetas Gaby, Fofó y Miliki sigue teniendo hoy en día toda su validez, al menos en la vida del que firma estas líneas. Y es que lo de “no suele suceder” no es ningún eufemismo en mi caso: iba a volver a subirme a un avión después de veinte años. Ahí es nada.
El motivo: acudir a una de las liturgias que de tanto en tanto el reverendo Springsteen y sus acólitos imparten por esta zona del sur del viejo continente. Como esta vez Barcelona no había sido agraciada -muy bien acostumbrados estábamos- con una de estas ceremonias, convencí sin mucho esfuerzo a mi mujer para acercarnos hasta Bilbao en una escapadita de un par de días. Así pues y arrastrando penosamente mis instintos y temores de animal de costumbres al que no le gusta demasiado alejarse de su hogar, me lié la manta a la cabeza y me decidí a probar de nuevo, tras dos décadas de olvido, el que dicen sistema de transporte más seguro del mundo. Como casi cualquier otro aspecto en esta vida, el proceso resultó en una sucesión de experiencias de signo diverso aunque con un balance global bastante positivo.
La cosa empezó un poco floja ya que una de mis expectativas ante el viaje era visitar el famoso Duty Free del aeropuerto, esas tiendas que se encuentran en la zona de embarque y que se suponía que eran la pera porque estaban exentas de impuestos. Bueno, parece claro que esa filosofía ha pasado a mejor vida, ya que de gangas, ni rastro. Casi diría que al contrario porque oye, una novela a veintiún euros o un Pro Evolution Soccer de Playstation 3 a ¡ochenta y nueve euros! en vez de oferta parece un timo, sobretodo lo segundo.
Por cierto, un consejo: hay que ir al aeropuerto con dos horas de antelación. Ese detalle, que me parecía exagerado, lo entiendo ahora perfectamente. No hubo problemas para facturar la única maleta que llevábamos, pero no costaba demasiado imaginar las colas kilométricas en momentos de mucha afluencia -y los viajeros plasta como la tía que nos encontramos delante que no paraba de preguntar absurdidades a la mujer del mostrador-. Y los nervios que se tienen que pasar cuando la hora del vuelo se te echa encima.
Una vez pasado el trámite y tras el decepcionante paseo por las tiendas del aeropuerto, a esperar la hora de embarque. Y ésta, oh sorpresa, se produce un cuarto de hora antes de lo previsto. Tanto es así que al final el avión despega con diez minutos de antelación. Así pues, niños y niñas, llegad pronto al aeropuerto si tenéis que volar: nunca se sabe.
Siguiente experiencia: el avión. Vamos a ver. Yo suponía, en mi ignorancia aeronáutica, que un avión era un cacharro muy grande. Y seguramente, haberlos, haylos. Pero el Airbus 319 no entra seguramente dentro de esa categoría. Vaya lata de sardinas. Un servidor no es que juegue precisamente en la NBA. Tengo una estatura media normal y corriente. Pues bien, debo decir que la mayoría de ascensores me producen menos sensación de claustrofobia que el dichoso aparatejo. Incluso veo con renovada benevolencia los trenes de cercanías de dos pisos que siempre me habían parecido más cercanos al transporte de ganado que al de personas. Escuetos, por así decir. Repasando con mi móvil -ese juguete que sirve para todo- algunas de las fotos del viaje, vi algunas que había tomado el día anterior en el interior de un vagón de cercanías casi vacío. Y me pareció una fiesta de espacio comparándolas con las del avión. En fin, que aquello era muy pequeño, coño. Que no pude ni leer el libro que llevaba porque me lo tenía que poner tan cerca de la cara que me molestaba la vista.
Por suerte, volar de Barcelona a Bilbao es un suspiro de poco más de cincuenta minutos. Se pasa “volando” y perdón por el chiste fácil. Además, tuvimos suerte con el compañero de fila que resultó ser un bilbaíno bastante enrollado que finalmente nos acercó en su coche hasta el hotel en el centro de Bilbao, ahorrándonos unos cuantos quebraderos de cabeza buscando un bus o unos cuantos euros si hubiésemos tomado un taxi. Eso sí, antes de agradecer de corazón la hospitalidad vasca, se me pasó por la cabeza que podíamos acabar tirados en una cuneta y sin las entradas… aunque claro, como por aquel entonces aún no estaban en nuestro poder, la situación podía haber resultado interesante :-p
Pero bueno, son sólo jugarretas que me gasta de tanto en tanto mi calenturienta imaginación de inventor de historias.
Un poco antes de las doce de la noche del sábado veinticuatro de noviembre de dos mil siete, llegábamos al céntrico hotel -a un paso de El Corte Inglés de Bilbao- que nos albergaría durante unos días muy especiales…
… y que nos llevarían hasta una noche aún más especial.
He dejado pasar unos días. Era necesario. Estas cosas es mejor reposarlas un poquito.
Sí, claro. Como si eso fuera a darme una dosis extra de imparcialidad o algo por el estilo.
Es tiempo perdido. Hay ecos que no se apagan por mucho tiempo que pongas de por medio. Eso es lo que sucederá en mi mente con la magia que presencié el pasado veintiséis de noviembre en la ciudad vasca de Barakaldo.
Bruce Springsteen & the E Street Band. Live. Una garantía de emoción y pasión. Una provisión inagotable de momentos para el recuerdo.
Las luces se apagan. El rumor del público se convierte en rugido por la aparición intuida de los músicos sobre el escenario al son de un organillo de feria. Aún con las luces apagadas, el Jefe pregunta por dos veces “Is there anybody alive out there?”-¿hay alguien vivo ahí fuera?- antes de arrancar con una furiosa versión de «Radio Nowhere». La banda entra al galope, Springsteen pone la intensidad y comienza el viaje. Todo cobra sentido: todo el tiempo, el dinero y el esfuerzo invertidos en llegar hasta la misa de este particular culto rockero han merecido la pena.
Sin pausa, cambios de guitarras y una trepidante versión de «Night» se abre paso. Todo el mundo enchufadísimo. Bruce y Little Steven comparten micro por segunda vez en dos canciones. Clarence Clemons clava sus partes de saxo, y empalme directo con «Lonesome Day», con gran participación del público.
«Gypsy Byker» parece echar un poco el freno tras las primeras tres sin descanso. Error. Es un tema que va creciendo despacio, pero que trae uno de los
mejores momentos de la noche, con Steven y Bruce intercambiando solos inspiradísimos. Una autentica gozada y uno de los momentos inolvidables de la noche para un servidor. Muy grande Steven con un trabajo claro y precioso con la guitarra. Springsteen acaba la canción dándole un gran abrazo a su “Gypsy Guitarist”. Una imagen de amistad y cariño que tengo la fortuna de haber visto muchas veces entre estos dos tipos que tanto admiro. Me considero privilegiado una vez más.
El primer paréntesis en el ritmo llega con «Magic», el tema que da título al último disco y pieza básica en el mensaje de crítica que transpira todo él. Buena interpretación junto a una Soozie Tyrell excelente en sus múltiples facetas como comodín de la banda. A continuación un arrastre de boogie-blues guitarrero -no puedo evitar acordarme de ZZTop- comienza a sonar. Bruce se mete con la armónica en un quejido rítmico y lastimero y al cabo de unos segundos la canción explota en una de las versiones más impresionantes que el genio de New Jersey haya revisitado a lo largo de su extensa carrera: «Reason To Believe». Sí, sí, el tema de Nebraska, convertido en una tormentosa y espectacular pieza, además de en una de las mejores sorpresas que me he llevado nunca en un concierto de Springsteen, que es mucho decir. Pedazo de solo de Nils Lofgren, Bruce distorsiona su voz y el tema acaba en un torbellino de electricidad y armónica sensacional. Me quedé literalmente con la boca abierta.
Como se quedó gran parte del pabellón cuando comenzó a sonar «Jackson Cage«, una de esas canciones tan poco habituales en los set lists como apreciadas por fans y entendidos. Una agradabilísima sorpresa que hacía presagiar una de “esas noches” de las que está forjada la mitología springsteeniana. Por si fuera poco, su final se solapa con una de mis piezas favoritas: «She’s The One», otro de los números imprescindibles de la banda en directo, convertida en esta ocasión en un sprint sin concesiones a la galería que bien podría haber salido de la gira del 75. «Livin’ In The Future», «The Promised Land» -otro clásico que nunca falta- y «I’ll Work For Your Love» -uno de los temas más celebrados de Magic– forman un trío musicalmente elegante e impecable, aunque el mensaje que transmiten encaje a la perfección con el tono general del show. Springsteen encauza todo lo que se había venido filtrando desde el inicio del concierto, de forma implícita o explícita, a través del speech rabioso -llamada a la lucha incluida- sobre la situación política y el recorte de las libertades civiles previo a «Livin’ In The Future» y ese entorno no nos abandonará hasta el apoteósico final con «American Land».
A estas alturas no creo equivocarme mucho si digo que la gente estaba francamente encantada. Tras algunos problemas de saturación iniciales -«Radio Nowhere» había sonado como si fuera el fin del mundo y la electricidad hubiera sido lo único en sobrevivir-, el sonido había ido mejorando paulatinamente y de forma clara. Así que las primeras notas de Roy Bittan encarando «Backstreets» llegaron claras y cristalinas a las dieciséis mil personas hipnotizadas en el Bizkaia Arena. Bruce y la banda se entregan en una versión impecable y compacta, digna heredera de tantas otras que se han sucedido a lo largo de los años desde que fuera publicada en 1975. Emocionante. El único punto flaco de la noche para un servidor vino con «Darlington County», no por el tema en sí mismo, que puede ser muy disfrutable en otra posición del set list -Springsteen es un maestro en mezclar temas de diferente corte para crear una experiencia musical completa y gratificante, donde pueden tener cabida desde «Jungleland» hasta «Working On The Highway», sin que se le caigan los anillos-, sino porque después de «Backstreets» parecía como si todo el clima conseguido se esfumara en una concesión, no tanto a la grada sino quizá a un Nils Lofgren un tanto eclipsado por tanto protagonismo de Little Steven junto al Boss. Asi pues, pasamos el momento “ligero” gracias al estribillo facilón del tema antes de sumergirnos en la recta final de la parte principal del show.
«Devil’s Arcade» suena con toda la intensidad que ya imaginé cuando la escuché por primera vez en el disco. Un tema muy denso y atmosférico, el séptimo extraído de Magic que suena en la noche -que no el último-, deja a las claras que el de New Jersey apuesta a las claras por su nuevo material, como siempre ha hecho por otra parte. Si el par anterior de temas no había acabado de encajar muy bien juntos, me sorprendo agradablemente de lo bien que entra «The Rising» a continuación, sonando incluso con más “pegada” que la versión que interpretaban durante la gira con su nombre. «Last To Die» ahonda un poco mas en el sentimiento y en la crítica ya evidenciados hasta para el más sordo –¿quién será el último en morir por en un error?, se pregunta en el estribillo- para dar paso a ese clásico instantáneo que es «Long Walk Home». Pura emotividad contenida en un tema que ejemplifica algunas de las muchas virtudes de Springsteen como escritor. Suena fresco y a la vez cómo si hubiera salido directamente de 1978. El violín de Soozie en la intro y el piano de Roy en todo el tema lo elevan al olimpo del repertorio del de Freehold. El saxo de Clemons trae cierta humedad a mis ojos, como si estuviera escuchando una canción de mi juventud que hubiera significado mucho para mí.
No importa que el disco tenga fecha de 2007. Ese es el poder evocador de las mejores piezas del maestro. Como leí en una ocasión, Bruce es como ese viejo amigo que te encuentras después de un tiempo y que te cuenta las mismas historias de siempre. Pero te ríes igualmente porque ya no te acordabas de ellas. Convertir lo particular en universal y lo universal en anécdota, haciéndote sentir como si escucharas tu primer disco de rock con quince años. Eso es «Long Walk Home». Eso y mucho más. Little Steven se queda con el micro mientras Springsteen anima al público -cómo si hiciera falta- en un rush final a la altura de las mejores noches de una banda para la leyenda. El pabellón vibra como una sola persona.
Pero el sensacional solo final de Clarence aún nos tiene que llevar un poco más arriba, mientras arranca una arrasadora versión de «Badlands». La inmortal estrofa –El pobre quiere ser rico / El rico quiere ser rey/ Y el rey no estará satisfecho hasta que lo gobierne todo-, nunca resultó más apropiada que ahora. Las gradas, que ya no me ofrecieron mucha confianza al entrar, se mueven y torsionan de un modo que acojona al más pintado. La marea humana bota, salta y grita como si buscase una especie de catarsis rítmica y nunca he estado mas cerca de ser protagonista de una fra
se hecha: aquello se venía abajo. Por suerte, la grada resiste, las luces se apagan y entre los cánticos, te quedas pensando si será posible mantener el nivel en unos bises que lo tienen un poco difícil para igualar tanto acierto.
Y es que, sabiendo de antemano cuales eran los temas que venían sonando en la última parte del concierto, no estaba muy seguro de si lo mejor ya había quedado atrás. Parafraseándome a mí mismo: «¡hombre de poca fe!”. Nadie podía prevenirme acerca de lo que estaba a punto de presenciar. Resumiendo: la mejor tanda de bises que haya visto en mucho, mucho tiempo. Tal y como suena. Y eso que ninguna de las seis canciones que sonaron están en un hipotético top ten de mis favoritas. Así de increíble fue la cosa. Elegancia, potencia y precisión descomunales, con un público entregado en un tour de force final impresionante, cerrando el concierto en el puñetero punto mas alto. En otras giras, «Land Of Hope And Dreams» -gran canción por otra parte- nos llevaba a un final precioso aunque algo tristón -propiciado en parte por el mismo tema, de un corte mas sensible y sentimental-. En esta ocasión, tras el encanto pop de «Girls In Their Summer Clothes», el espectáculo: «Tenth Avenue Freeze-Out» tan impecable y vibrante como inesperada; «Kitty’s Back» de cinco estrellas, sin miedo a la ausencia de Danny y con la banda en plan máquina de precisión. Sensacional y para recordar. «Born To Run» y «Dancing In The Dark» a toda pastilla y en plena histeria colectiva -temo nuevamente por la consistencia del suelo bajo mis pies-; y finalizando, «American Land», rápida, intensa y con mala gaita, no sólo cerrando el show en todo lo alto sino además redondeando el mensaje crítico de toda la noche, de la gira y del disco.
Un final para enmarcar sí o sí, con chulería y sin miedo: las luces encendidas a tope durante la mayor parte del tiempo. Fuera efectismos y mandangas. Toma ROCK “in your face”, que decimos los del basket.
La banda se despide al borde del escenario. Gracias por una noche inolvidable.
Las luces se encienden y te quedas durante unos segundos pensando si habrá sido todo un espejismo.
It’s Gonna Be A Long Walk Home.
PD: Agradecimientos
A mi mujer por embarcarse en la aventura
A Salva por hacer posible la experiencia
A Tante por prestarme sus increíbles fotos