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The Price You Pay

crónica desde Filadelfia, por Salvador Trepat.
Fotos: Raúl Nieto, S. Trepat y Ryan Byrne

La ciudad de Filadelfia ha sido escenario de algunas de las noches más históricas de la carrera de Bruce Springsteen. Fue aquí donde dio conciertos míticos en el pequeñísimo café Main Point entre 1973 y 1975, y donde llenó durante cuatro noches, tras la edición de Born to Run, el teatro Tower en los últimos días de 1975 (algunas imágenes de este concierto, cuando canta «Tenth Avenue Freeze-Out», aparecen en el DVD documental Wings for Wheels).

De los clubs y teatros saltó por primera vez a los pabellones en octubre de 1976 y fue, claro, en el Spectrum de Filadelfia, el mismo pabellón que este año será derruido, donde en 1980 dio un emotivo concierto la noche después del asesinato de John Lennon y donde en 1999 celebró su 50 cumpleaños con un concierto memorable.

El regreso de Springsteen al Spectrum por última vez tenía por tanto un componente nostálgico añadido. Y Springsteen se presentó con nuevo disco y nueva gira bajo el brazo, y muchas ganas de rememorar noches históricas. Tanta expectación resultó, a momentos, contraproducente. Bruce se entregó, derrochó energía y sorprendió con un buen puñado de rarezas, pero quedó la sensación de que podía haber dado más de sí, teniendo en cuenta los precendentes.

Uno de los problemas de la gira Working on a Dream es que los temas del disco brillan por su ausencia. Tan sólo 4 en la primera noche y 3 en la siguiente, y no precisamente lo mejor del disco. Aunque para gustos los colores, personalmente encontré bastante floja la versión de «Outlaw Pete», una canción pretenciosa, con arreglos épicos a lo «Jungleland» pero sin la calidad de ésta, y con unos textos que no están a la altura de una figura como Springsteen. Para colmo, la canción quedaba aderezada con un telón blanco que parecía una sábana, y que impedía la visión de quienes estaban detrás del escenario durante la canción. Un gadget ridículo (como sus fingidas posturas entre sombras con el sombrero de cowboy y la mano extendida) para una gira millonaria como esta.

«Working on a Dream», la canción, aumenta su mediocridad en directo. Son los momentos más bajos de un Springsteen desorientado, interrumpiendo la canción para dedicar unos minutos al preaching, repitiendo las manidas frases de predicador ya usadas hasta la saciedad en otras giras, en «Light of Day», «Tenth Avenue Freeze-Out» o «Mary’s Place». Sorprende verle tan falto de recursos e imaginación. El Springsteen que durante tantos años destacó por las historias que contaba en directo como preludio a sus canciones, el storyteller, ha ido degenerando gira a gira (excepto en las giras acústicas donde el showman deja paso a la persona) en un preacher de segunda.

Sólo «The Wrestler» (magnífica) y «Kingdom of Days» brillan de su nuevo, y escasamente representado, repertorio. Tras interpretarlas en los ensayos, han desaparecido por completo las nuevas canciones que más hubieran aportado al concierto, como «My Lucky Day», «This Life», «Surprise, Surprise», «Good Eye» o «Life Itself».

Capaz de lo peor y lo mejor, Springsteen no deja indiferente, y cuando se pone las pilas puede ser arrasador. Si bien lo antes mencionado bajaba escandalosamente el listón del concierto, el inicio con «Badlands» resultó apropiado y contundente, y más seguida de un clásico como «The Ties That Bind». La trilogía formada por «Seeds», «Johnny 99» y «The Ghost of Tom Joad» resulta ser la única novedad de la gira, el único momento donde Springsteen parece haberse estrujado el cerebro en busca del concepto de la gira (dado que el nuevo disco no lo es).

Son los 20 minutos más logrados del concierto, donde la E Street Band explota y muestra todas sus cualidades como banda compacta y experimentada. Springsteen se desgañita cantándolas, arropado por un sección rítmica impecable y unos solos de Nils, Steven y el propio Bruce que culminan en un éxtasis colectivo de músicos y público.

Sin perder tiempo enlaza con la intro -a medio gas, nada que ver con las versiones de 1978- de «Raise Your Hand», el clásico soul que le permite pasearse por las primeras filas, contactar cara a cara con los fans y recoger carteles con todo tipo de peticiones. Es el reto a la E Street Band. Bruce escoge las peticiones más extrañas e inusuales y la banda muestra sus tablas. Hoy suenan «Fire» (gracias a un espectacular pancarta formada por varias personas), «The Fever» (magistral, única, y un guiño a los fans más veteranos de la zona) y «Mountain of Love» (la canción de Harold Dorman que tocó en 1975 en el Main Point, concierto retransmitido por radio en la zona y ampliamente difundido), y mañana sonarán «London Calling» (de The Clash), «Red Headed Woman» (no olvidemos que Patti tocó en el segundo concierto, y tocaba complacerla, darle protagonismo y, de paso, dar un bajonazo al ritmo del concierto) y una vertiginosa, trepidante y eléctrica versión de «Thundercrack», su show-stopper de 1973 que finalmente vería la luz en la caja Tracks.

Son momentos únicos que el público experto de Filadelfia recibe con un enorme entusiasmo. Sus devaneos con Patti, el jolgorio con los niños en la cansina «Waitin’ on a Sunny Day» o la falta de algunas de las buenas canciones de su nuevo disco son peajes que hay que pagar si a cambio llegan la verdaderas joyas de la corona. La primera noche el concierto se cerró con una versión apoteósica de «Rosalita», a ritmo endiablado, cantada con fuerza, sonando con vigor y dejando estupefacto a quien escribe. Posiblemente su versión más pletórica desde la gira de The River (un ratito antes sorprendía de nuevo con «You Can’t Sit Down», canción que en 1976-1977 dio momentos irrepetibles). La siguiente noche se repite el ritual: «Kitty’s Back», inconmensurable, pone el punto final a dos noches de alto voltaje, si bien irregulares en cuanto a contenido.

A ratos no sabemos si hemos vuelto a 1978 o a la gira Magic, si Springsteen está en su mejor momento o es puro teatro, si estamos asistiendo a un evento memorable o a un engañoso espejismo. Lo cierto es que, aunque sea a intervalos, este Springsteen aún conserva su capacidad de sorpresa y su buena dosis de magia, es una máquina imparable en el escenario y, sin duda, es un profesional que domina a la perfección los trucos de su negocio (que nadie se engañe: las supuestas sorpresas que muestra en los carteles recogidos están todas ensayadas y previstas desde hace días. Bruce escoge los carteles de las canciones que quiere tocar, y no al revés).

La E Street Band funciona como una perfecta máquina engrasada, sin fisuras, incluso Clarence Clemons parece haberse recuperado milagrosamente y borda casi todos los solos. Y, para acabar, destacar la presencia de Jay Weinberg a la batería, cada vez en más y más canciones. Con sólo 18 años Jay es capaz de sonar practicamente como su padre, sólo que con más energía y entusiasmo, aporreando con vigor los tambores a ritmo endiablado, y eso fue palpable con total claridad en las versiones de «Radio Nowhere» o «Lonesome Day», que volvieron a sonar frescas. Quienes crean que la pérdida de Max para algunos conciertos europeos será un lastre no pueden estar más equivocados. Sólo hay que ver la sorprendente actuación de Jay en un tema como «Kitty’s Back». Lo bordó. Él y toda la E Street Band.

La única duda para quien vaya a ver los conciertos en estadios no es si Jay o Clarence o la E Street Band estarán a la altura en esos excesivos e inapropiados recintos, sino si Bruce seguirá sin estrenar las canciones del disco, si mantendrá el nivel de temás clásicos o si, como suele suceder, sucumbirá al interés por complacer al público masivo, interesado sin duda en sus grandes éxitos, sobre todo si son de estribillo fácil. Un dilema que, seguro, tiene el propio artista. El cliente siempre tiene la razón. ¿O no?