por Julio Valdeón Blanco, Nueva York.
Pocos géneros menos fiables que el de la reseña cocinada en cinco minutos, tras unas cuantas escuchas febriles de un material que necesitaría de más tiempo para sedimentar y ofrecer lo mejor, o peor, de si mismo. Por otro lado si el rock and roll nació con marchamo de inmediatez, si pretendía surfear a lomos de una estrella fugaz, bien está que el crítico apriete el acelerador a la caza de ese fogonazo instantáneo que define los mejores discos. Y así, casi sin pretenderlo, me encuentro frente a High hopes, el nuevo disco de Bruce Springsteen, cocinado en un ataque creativo en las antípodas, de gira por Australia, con Tom Morello supliendo a la guitarra a un Steve Van Zandt que jamás recuperó su papel de consiglieri tras la espantada durante las sesiones del Born in the USA. Nada indica mejor la pérdida de ascendencia en Bruce de su viejo camarada que la inmersión a pulmón libre de la E Street Band en este sonido metálico y digital.
Como sea, High hopes supera a pulso su pretendida condición menor, de cajón de sastre o plato de sobras, para ofrecer un discurso coherente y, atención, libre. Interesante la canción que titula el disco, reelectura de un tema de The Havalinas que Springsteen ya registró, sin demasiado fuego, en las sesiones del reencuentro con su grupo, allá por el 96. Aquí añade con puntería carnosos coros gospel, vientos de r&b y guitarrazos cortesía de Morello. «Harry’s place», inédita de The rising, amanece emparentada a «The fuse», y «American Skin (41 shots)» brilla como lo que siempre fue, un temazo emocionante y rotundo. «Just like fire would», la ya conocida versión de los Saints gana gracias al cromado del estudio, mientras «Down in the hole» crece atmosférica, como una suerte de «I’m on fire» con toques de Wrecking ball y Magic.
«Heaven’s wall», de nuevo tirando de la tradición gospel, invoca al Springsteen más melódico, igual que la potente «Frankie fell in love», otra que bien pudiera encajar en Magic, por parentesco estético y resplandor pop. «This is your sword», épica y con aromas celtas, soberbia, enlaza con «Hunter of invisible game», otro de los momentos importantes del disco, ejemplo de por donde camina un artista menos preocupado por maridar la vena experimental y las concesiones al público que abarrota estadios. Qué decir de «The ghost of Tom Joad». Se trata de fijar la versión eléctrica que ha interpretado tantas veces en directo, impresionante a pesar de ciertas, mmm, pirotécnicas de Morello. Le sigue «The wall», un reencuentro con el genio de obras tan maduras y añoradas como Tunnel of love, y que empalma precisa, intensa, perfecta, con «Dream baby dream».
Resumiendo, un disco en principio desparejo, que gana con cada escucha, revela aristas exquisitas, celebra la amistad, lamenta la pérdida de los seres queridos, ofrece consuelo a las derrotas, explicita la vertiente social y concienciada de un rockero alérgico a la ironía posmoderna y muestra, al fin, al Springsteen más libre de ataduras, más valiente y corajudo e inspirado de los últimos tiempos. No es plato para todos los gustos, pero de eso se trata.
Bravo.